Siento frío. Estoy en un décimo piso, subido a una terraza de una ciudad ajena y siento frío.
Pero no me importa.
Me importan muy pocas cosas. Me siento bien. Miro al cielo y veo media vía láctea. Miro abajo y los transeúntes son hormigas. Miro a mi lado y había, hasta hace nada, la mejor compañía. Realmente, puedo considerarme afortunado.
Y me estoy durmiendo muy a lo bestia. Así que sed como yo. Sed felices y mirad al cielo, que el frío no existe.
La vida es un te vas, y cuando te vas llegas. Todo es diferente, es otro sitio, y te vuelves a ir. Y llegas. Pasas un tiempo, te vas, y llegas. A veces vuelves, y llegas donde estabas, pero te has ido.
Yo no me voy. Yo siempre estoy. Y veo como llegas. A veces no, porque me entero de que llegaste un tiempo después de tu llegada. Pero entonces te vas. Y eso sí que lo veo. Y eso sí que lo siento.
Y así me pregunto, en mi inmovilismo, si son los demás los que van o vienen, o son ellos los que permanecen en la vida, y yo en mi inmovilismo, el que haciendo el don tancredo ha escogido veros ir y venir, en vez de moverme yo con vuestra ola.
Pero en todo caso, me siento muy triste de ver a la gente irse. Os vais trozos de mi. Se desgarran trozos de mi. Y soy menos yo.
Prometí que no volvería con algo triste. Pero sobre todo quiero volver a escribir. Y a hacer fotos y esas cosas que hacen que la vida sea algo más que trabajar y beber con gente. Así que intento retomar esto y lo haré como lo dejé, señalando cosas que veo por ahí, ahora que la vida va volviendo a ser vida, aunque sea renqueando como Quevedo por la plaza Mayor de Madrid.
Casa blanca
Últimamente ando algo perdido. Me voy por montes de alrededor. Todas las semanas, ahora solo, antes buscaba más compañía por ahí. Al otro lado del valle, con treinta grados (o más, que yo llevo mal el calor), la casa ahí sola brillando al sol. Perfecta en la solana para alejarse del ruido, de la gente, de los coches, de la ciudad, del trabajo, de todo. De absolutamente todo.
Tractores
Y aún así, hay que trabajar. Mantenerlo todo. Los tejados caen, la hierba crece, los animales hay que cuidarlos, los zarzales proliferan. Los lambos salen de sus garajes.
Jardines
¡Un burro cargando plantas! Pues eso, un burro cargando plantas.
Espantapájaros sonrientes.
Ver que alguien para su pequeño huerto, ha decidido, y ha hecho, unos espantapájaros así, que parecen más bien saludar a los pájaros más que para espantarlos, me hace creer en la gente. Y me hace creer que en este mundo oscuro y materialista, aún hay quien se molesta en hacer algo bello y efímero, quiero pensar, que por hacer sonreír a alguien. Conmigo lo hizo.
Nativa
Y en el menos da una piedra, la música vuelve. Muy poco a poco, pero vuelve. Y suena, lentamente. Los sonidos son cada vez más altos. Volverán a rugir.
Por alguna periódica extraña razón, cada año bisiesto, en mi vida, queda marcado como negativo. Los motivos pueden ser muchos, desde caer en lo más bajo de mi ser, a perder a alguien, a problemas de salud, económicos, o alguna extraña combinación.
Creo que sólo se salva 2012, no fue tan horrible. O lo fue y no lo recuerdo. El resto, lo cumple. Pensé que este año podría librar, pero no.
La principal diferencia entre un adulto y un niño es que un adulto es responsable de sus actos. Toma decisiones por sí mismo, y asume las consecuencias que se generan a raíz de ellas.
Por eso mismo, entiendo que no somos personas completas, hasta que somos adultos y somos consciente de ello. Los adultos, por naturaleza, se hacen cargo de los niños, porque estos se están formando, y aún no tienen suficiente experiencia en la vida, y por tanto, les falta información para tener un criterio propio. En un proceso normal, según el niño va creciendo, va tomando más y más decisiones, y aprendiendo de las consecuencias y de los errores. Y aciertos, que también los hay. Llegando finalmente a poder vivir por sí mismo, a ser adulto. Es responsabilidad del adulto, darle al niño la oportunidad de crecer y tomar esas decisiones, dándole más libertad de forma progresiva.
Ocurre que no siempre el adulto le da esa chance al niño. De esta manera, el niño crece físicamente, pero sigue siendo un niño. Al fin y al cabo, siempre le han tratado como un niño, aunque tenga cincuenta años.
Para mi, ser adulto es ser libre. Porque al ser libre de escoger, y tomar decisiones, con sus consecuencias, se cogen las riendas de mi propia vida.
Pongamos un casco al niño, que igual se resbala si se acerca a ver el mar, ahí, a veinte metros.
Pero ya no es así. Ahora, somos, los pobres de nosotros, incapaces de decidir por nosotros mismos. Nos dan discursos sesgados, con vocabulario simple, eslóganes que entran perfectamente en la mollera y se asientan ahí. No explican la realidad, la maquillan, porque la realidad es compleja, y es triste. La verdad, es que si lo hicieran, tendríamos que pensar en ella, e igual, nos entristecíamos. «Estar triste está mal». Y «pensar por uno mismo», «entender lo que pasa» también. Todos los discursos van en contra de eso. Porque no interesa que pensemos por nosotros mismos, que estemos tristes, y aceptemos que a veces no se gana. Que ocurren cosas fuera de nuestro control. Es mucho mejor que nos digan qué hacer para no estar frustrados.
Y si nos dicen que hacer, no lo hacemos por nosotros mismos. No tomamos decisiones, y maravilla: no tenemos que asumir consecuencias. Si sale mal es culpa del otro. Suena genial.
Pero eso es tratarnos como niños. Y lo hacen cada vez más, como si de un despotismo ilustrado se tratase, donde nosotros no sabemos lo que es mejor para nosotros. Ser niño es genial. Todos lo añoramos. Podíamos jugar por la calle sin responsabilidad ninguna.
Pues así es nuestra sociedad. Una sociedad de niños.
Recuerdo estar en Burgos, ibamos a ver a Goran Bregovic, era Enero, y hacía un frío del carajo. Pero era pronto, así que fuimos a tomar cervezas. Recomiendo ese bar, aunque lo recuerde demasiado vagamente.
Eran tiempos igual de buenos e igual de malos que ahora. Supongo que he vivido más, y tengo peor salud, y todo lo demás, está prácticamente igual. Salvo eso, he vivido más.
Al fondo gente pasando, y gente tomando cervezas. Gente andando y gente sentada viendo pasar la vida. Era sábado, creo. Hacía ese sol de invierno que tanto me gusta. Porque es luz fría. Es luz irónica.
Esto otro es verano. Pero le quito el color, porque quiero que tenga más fuerza. Porque es gritar en un concierto, como tantas veces he fotografiado. Fiestas de verano.
Y cervezas en todas las fotos. Y yo con una en la mano.
Tengo esto medio abandonado, lo sé. La vida real últimamente es demasiado real, ocupa mi tiempo y mi cabeza. Me cansa y hace que sea más difícil explayarme ante los conocidos desconocidos que me visitan. Pero he de volver de tanto en cuanto, no quiero que esa parte de mi se pierda.
Y andaba buscando alguna foto decente que me inspirase en los últimos meses y no he encontrado. No digo que no haya ningún haya, sólo que no he encontrado. Así que os presento una pequeña aberración. Esta preciosa estampa que me ha quedado ligeramente abombada con un horizonte no muy recto es un panorama hecho con unas dieciséis fotos unidas automáticamente. Pero si obviamos esos fallitos y detalles, y nos centramos sólo en ella se ve la playa de los Caballos. Y el mar. Y el sol poniéndose. Y era verano, o casi, por eso el sol se pone tan cerca del mar. Así el día dura más. Y las cosas se ven… ¿Diferentes? Es un gran atardecer, en un día soleado, en un lugar precioso y sin gente molestando. Es todo perfecto.
Salvo que, irónicamente, yo aquel día era un despojo. Recuerdo como la rabia me consumía y hui a donde buenamente pudiese, me acordé de la playa y me fui a leer ciencia ficción y no pensar, con la cámara. Estaba hecho una mierda. Por suerte, en la foto sólo se ve el otro lado. Y sin contexto, es un paisaje genial.
Cada ciertos días, un grupo de seres deja sus actividades diarias. A partir de ahí se reúnen y comienzan a tener un comportamiento errático. Incluso se expresan de manera diferente.
Suele durar unas horas, a lo sumo un par de días, lo cual no es nada comparado con el tiempo que dedican a su quehacer diario. Suelen acompañar estos momentos con distintos tipos de sustancias que alteran sus consciencias, así como sonidos repetitivos mínimamente armónicos a exagerados volúmenes. También se encierran en entornos oscuros con gran cantidad de luces coloridas.
Tras estos momentos, se vuelve a su vida diaria. A veces hay un periodo de adaptación donde se observa cansancio y síntomas de agotamiento. Sin embargo, al poco, vuelven a la normalidad.
Nadie sabe por qué este cambio en sus costumbres. Si no están cómodos en su día a día, por qué su comportamiento errático no se extiende al cien por cien de su tiempo. O quizá lo natural sea el comportamiento errático y lo artificioso su vida diaria. Lo que está claro es que están completamente separadas, y los entes parecen ser más felices, realizando absurdeces.
De tus ojos a la pantalla que tienes delante. De ahí, al sensor de mi cámara. De ahí, a la pantalla del móvil de la foto. De ahí, a la realidad, que está borrosa. Difusa.
Demasiados filtros que impiden verla tal y como es.
“Si hay algo verdaderamente cierto, es que lo ignoro todo o casi todo. Y me da rabia, porque hubo un tiempo en el que una mente despierta podría haber adquirido todo el saber de la época. Pero ahora ya no es posible. Ya no hay más que pequeños sabios que lo saben todo sobre casi nada.”
Jean Dausset, tolosano Premio Nobel de Medicina en 1980.
Ayer comentábamos (increíble que me acuerde) sobre la ilusión o la idea de lograr algo en la vida por lo que ser recordado, y que no sea un atentado, sino algo productivo. Yo perdí esa idea allá por los dieciséis años, más o menos, cuando empecé a ser consciente de la cantidad de gente que había en el mundo y la cantidad de trabajo que requeriría.
Ahora reorganizando fotos y cosas, me he encontrado con esa frase. Recuerdo que me la encontré en las artes y las ciencias de Valencia, el edificio ese de Calatrava que extrañamente sigue en pie. Y hablaba exactamente de lo contrario. Recuerdo, que cuando la vi, para mí significó mucho también, tanto como cuando fui consciente de que no podría ser el mejor en algo. Y es que el no poder llegar a saberlo todo, a ser el perfecto humanista, también es algo que me inquieta. Y es que una vida no da, hay que seleccionar qué aprender antes de aprenderlo (lo cual es una especie de paradoja), y la visión de conjunto sin los detalles desmerece.
Pero ahí seguimos.
La luna y el avión. Y es que la técnica casi se estrella contra el cielo de los hombres.
Quiero recordarlo porque hace demasiado que no sueño tan bien. Porque últimamente el dolor de espalda y el insomnio me machacan las noches, y las mañanas son tan cortas como un político medio. Voy a intentarlo.
Recuerdo que había un grupo de gente que modificaba los hechos según ocurrían. Una especie de agencia que usaba dispositivos temporales. Así podían retroceder unos instantes en momentos puntuales de sus vidas para cambiar el presente a su conveniencia. No sé cómo, en mi sueño, lo descubrí y lo denuncie a los responsables de la realidad. Y ellos tomaron la decisión de reiniciar todo al momento en que se empezaron a usar esos dispositivos temporales. Esto era 2015. Y en 2015 no te conocía.
Al volver atrás y reiniciar eliminando los cambios que se habían realizado, el presente de 2019 sería muy diferente, y no tendría por qué ser igual. Quizá las cosas fuesen mejor, o peor, y alguna de esas casualidades que se dieron no se diesen, con lo que no tenía seguridad ninguna. Por eso, cuando los eso responsables de la realidad me ofrecieron una última voluntad antes de que todo desapareciese, por mis servicios prestados, yo les pedí tiempo, y me dieron dos días.
Dos días sabiendo que todo iba a dejar de existir, así que en la práctica ya no existía, y por tanto nada importaba. Y sólo lo sabía yo, el mundo seguiría igual sin ser consciente de nada. Ya no tenía nada que perder.
Llamé y hablé con las personas que me importaban por última vez. Fui donde ti y te conté lo que había pasado. Me creíste, sin saber por qué. Cogimos todo el dinero y el coche, y nos dirigimos lo más lejos que pudiéramos, para vivir lo más rápido posible. Llegamos a Marruecos y estuvimos por las calles de Tetuán y Fez. Hubo un tiroteo y maté a un hombre que daba una paliza a un mendigo. Vimos un oscuro atardecer y un amanecer lleno de luz, y al cabo de dos días, nada, despertar.
Pues eso, desperté y todo fue nada, porque nunca existió. Por eso no lo recuerdo y no sé quién eres, y mi vida continúa feliz en la ignorancia sin la añoranza de haberte conocido, pero a la vez un poco menos rica y menos vida, por no haberlo vivido.
Si es que da igual.
Dime, ¿qué más da?
Si lo mire como lo mire,
de sueño me muero,
de cansancio me caigo,
de dolor se quejan mis huesos,
y sumo otra vez a mis años,
los errores de mi pasado,
las tareas de mi presente,
y del futuro un mal hado,
que en el alma me hiere.
Hoy el joven roble, se desperezó entumecidas notó sus ramas, azul de prusia el cielo y a sus oídos, oscuros truenos que en sus ojos los rayos confirmaban.
Y la pareja de jilgueros, de la rama séptima, del tercer ramal principal, sector noroeste, segundo tronco, ya no estaban.
«Pesado sueño he tenido», confirmó para sus adentros. «Hoy me noto más rígido», se dijo para sí mismo. «La cicatriz de aquel hachazo de hace tanto, me molesta», comentaba entre murmullos. «Tengo frío sin mis hojas, ¡Maldito invierno!», quejóse del clima inmisericorde. «Ah, el suelo es de barro, ¡ésta lluvia!», observaba mientras agitaba sus ramas inferiores.
Antes adoraba las tormentas, el viendo sacudía sus ramas, y él se ponía a cantar con ellas, haciendo los coros al jilguero. Su tronco era estrecho y flexible, y a la mínima brisa, se mecía, se dejaba acariciar, y las gotas de lluvia, hacían que sus hojas, llorasen de alegría.
Su tronco es grueso ahora. Es fuerte, recio y adulto, destaca sobre el horizonte, y ya no se mece igual.
«Creo que ya, no soy un joven roble». «Creo que ya, soy un viejo gruñón».
Miró tristeza en su reflejo, pero se sintió tan fuerte, que si antes una brisa lo mecía ahora enfrentaba tifones. Sus raíces se aferraban y se hundían, y miraba altivo el horizonte.
«Ya no bailaré con la brisa, pero orgulloso me alzaré sobre el bosque».
Hace no mucho descubrí que Platón dijo que el tiempo es la imagen móvil de la eternidad. Es de presumir que toda nuestra eternidad es nuestra vida. Antes y después da igual que hubiera o hubiere. Total, no lo vivimos. Al menos, no soy consciente de ello.
Por suerte tengo una ligera idea de la existencia de los demás y pienso que si yo no anduviera por aquí, los demás seguirían. Gracias a eso pienso que todo va un poco más allá. Y posiblemente hubiera o hubiere algo antes y después.
Mirando más allá, hay cosas alrededor de donde toda esa gente, y mi persona, se mueve, corre, vive y esas cosas. Lo que son rocas, agua, aire, seres varios, árboles, microbios, un poco de todo. Una interfaz con la que mi consciencia se comunica con otras consciencias a través de interpretaciones físicas de las ideas. Toma más Platón, nombre que hace honor a su frente, físicamente.
Supongo que esa interfaz es algo increíble per se. Tanto que a veces nos hace pensar que está mucho más allá de nosotros. Más allá de nuestro alcance y percepción. Tanto que nos hace sentir pequeños ante cualquier muestra mínimamente grandiosa a nuestro ojos. Así, nos sentimos apabullados ante eso que llamamos naturaleza, y yo ahora ando llamando interfaz. Como en este caso.
Arnía
Somos ese pequeño ser de la foto. Poco más. Y algo más grande, tuvo que crearlo todo.
Quizá sea sano valorarnos un poco más de lo que hacemos. Ser demiurgos.
Por supuesto, esto son pensamientos sueltos, y no son verdad. Ni tienen sentido.
Negra. Negra es la tierra. Blanca. Blanca es la carretera. Un anisakis que parasita la tierra.
Ya no me prodigo tanto en las alturas como antaño. La gravedad y los tendones maltrechos se alían contra mi voluntad de aumentar mi energía potencial. Toma. O quizá la voluntad no es suficiente como para compensar el propio paso del tiempo. Piano piano, que hay mucho que hacer.
Piano piano. Tanto despacio. No da ese tiempo.
Dicho esto, me gusta estar arriba. El aire no es más puro. En realidad es más escaso. Es simplemente que el aire golpea en la cara, da bofetadas. No es que se vea más lejos, es que no hay paredes. Igual hay niebla, o se ha hecho de noche, da lo mismo. Es la certeza de que no hay nada alrededor que genere claustrofobia. Al menos, fuera de nuestra piel. Es saber que subir hasta ahí ha costado esfuerzo. No sirve de nada, de forma racional. Pero vale tanto o más que lo que hayas invertido en ello. Y cuanto más inviertes más vale el momento. Por eso subo.
Anduve buscando alguna foto con banderas y cosas así. Pero curiosamente, en los dos últimos años no he tenido ninguna. No soy muy de banderas.
La foto no es gran cosa. Tiene mucho ruido y está sacada demasiado oscura, la tuve que aclarar, y le quité el color porque no se mostraba nada bien.
Me gusta la gente, me gusta sentada y de pié. Hablando unos con otros. Con el móvil en las manos, o señalando a unos y otros. con cervezas, bebiendo. De noche. Muy tarde, antes de un concierto. Aunque ahí ya es cuestión de imaginar, son cosas que no salen en ella.
Gente
Por cierto, sin nubes, había estrellas. No muchas, al fin y al cabo hay una seta de polución lumínica sobre Santander. Hay dos luces principales. Media Luna y Venus.
Y con eso nada más.
Pensaba hablar del sinsentido social que veo últimamente, pero siento que esa es una reflexión demasiado larga ahora que ando prácticamente de vacaciones. Como avance, recordad, odiar es malo. Y ruin.
Te debo una, dos o tres. O cuatro, o diez o cien y cuanto más pasa más te debo, porque ya no estás, para perdonarme que el tiempo pase, sin el homenaje, que te debo, Trinca.
Te echo de menos. Mucho de menos, pequeña.
Ojos cerrados. O al revésOjos abiertos. O al revésMira qué efigieOtra pose
Mira tu mirada de me la sopla.
Pensé en poner fotos de tu vida, desde pequeña. Tengo un vídeo del día en que llegaste en el que te peleabas con un objeto inanimado típico llamado alfombra. Y contra todo pronóstico casi ganas.
O más adelante, corriendo como loca cuando aún eras delgada, antes de robarle la comida a los otros animales, por el Dobra, como tantas veces subimos. De caballo en caballo. Como una salvaje. Como si les fueras a cazar. He echado números. Un caballo medio pesaba en torno a cincuenta veces más que tú. Optimismo.
Tengo un par de gatos blancos ahora. Tener es un eufemismo de que no me hacen ni puto caso. En teoría van a cazar bichos como tú. Aunque tú tampoco cazabas gran cosa. Preferías robar la comida al pobre Wilki, o a quien se pusiese de por medio. O a poner cara de pena a través de la ventana de la cocina, con la esperanza, de que algo cayese. Y siempre caía. Te aprovechabas de mi. Arpía manipuladora.
Pues eso, pensaba en las fotos de juventud, pero al final, si pensamos en el tiempo que vivimos, tú fuiste mucho más tiempo mayor (y vaga, y loca, y hambrienta, y dormilona, y feliz), que joven. Donde eras igual pero sin cabeza.
Te echo mucho de menos pequeña. Sé qué no volverás. Por eso te echaré más de menos. Pero me estoy acostumbrando a hacerlo, y al hacerlo sonrío.
Porque sí, porque los hay en todos lados. Colores.
Ejemplo número uno. Subir al monte en horas tardías, y mirar ahí, en lontananza, entre los árboles lejanos perderse al sol y dejar su estampa
Atardecer en el Dobra.
Ejemplo número dos. Ir por la ciudad y encontrarse con el arrabal. Vuelta a los colores primarios artificiales.
Arrabal
Ejemplo número tres. Los colores también están en las pozas. Los difuminan y emborronan, los dejan sin formas. Pero los colores no pierden fuerza.
Bosque difuso.
Ejemplo número cuatro. De vuelta a la ciudad entre las líneas rectas y los azules de las sombras, los amarillos gritan.
Perro ansioso
Ejemplo número cinco. Pasa otro día y se vuelve a hacer tarde. Así que el cielo vuelve a sangrar, y mi mirada anónima no es la única que lo ve. El ejemplo final, por cierto.