Voy a empezar y acabar con la misma foto, casi. Dos versiones de la misma. Y lo hago porque sin gustarme demasiado, tampoco sé decidirme. Considero ambas buenas, sin mucho más.

Un viejo va con su perro, un hombre viene. El hombre lleva a un perro, amarrado, al que ignora. El otro va a sus cosas, mirando un no se sabe qué. Aquí hay contraposición entre ambas figuras. Luego contaré cosas en la otra.

Así como a veces hay que forzar la imagen para resaltar algo extraordinario, otras hay que dejar lo ordinario tal y como está para que resalte sobre lo demás.

Siempre hay sombras a contraluz. Con el suelo mojado. Dos personas juntas paseando.

Frente a la catedral, charlando sin más, mejor que se intuya de fondo, que quienes importan andan al frente.

Igual que aquí.

Y aquí. En las tres, se le da la espalda. A la catedral. Es mobiliario urbano. Es algo que está ahí, perfectamente ignorable desde el
20 de julio de 1221, cuando se puso la primera piedra. No para todo el mundo, claro está. Peregrinos, políticos, aristócratas, viajeros y amantes de las gárgolas y las vidrieras se fijan en ella. La gente de allí no. Es parte del paisaje. Y como tal, ignorable.

Estatua a la gente de allí, que ignora el paisaje, estando a sus cosas y pasando el rato. Que curiosamente, acaban formando parte de él. Ni una mirada del fumador.

Alguna turista pequeña sí mira.

Volviendo al principio. El viejo va con su perro, pero son uno. En color, porque ha de resaltar su negro. Yéndose de la foto. Sin levantar la cabeza, como en la otra foto. Levantarla, para qué. Si no hay paisaje que mirar, cuando no se necesita mirar.
Un transeúnte sin más.
Deja una respuesta